Arrojaste la cobija,
permaneciste acostado, y esperaste;
entre el sueño y la vigilia,
observaste cómo la noche revelaba
las mil imágenes sórdidas
de las que tu alma estaba hecha;
oscilaban en el techo.
Y cuando el mundo regresó
y la luz se arrastró entre las persianas,
y escuchaste a los gorriones en las alcantarillas,
tenías tal visión de la calle
que la calle apenas podría entenderla;
sentado a la orilla de la cama, donde
rizabas los papeles de tu cabello,
o apretabas las suelas amarillas de los pies
entre las palmas de ambas manos, llenas de tierra.