Hace tiempo conocí a alguien que enfatizaba mucho la belleza. No sé si alguna vez me explicó cuál creía que era su importancia, o por qué la amaba tanto; es cierto que yo nunca lo pregunté, pero es que lo decía con tanta fé en ella, que el sólo hecho de pronunciar la palabra y mirar hacia el aire, sin ver nada, como lo hacía, no dejaba lugar a dudas: era la belleza, y era algo esencial para la vida, era casi la razón de existir.
He de confesar que a mí, a veces, ese favorecimiento imparcial me parecía un tanto cursi, o caduco. Pero también recuerdo algunas vivencias: por ejemplo, un día especialmente difícil, en que me metí a hacer un trabajo que no sabía hacer muy bien porque necesitaba la lana. La cosa iba fatal, pero por fin llegó la hora de la comida. Para llegar a la cafetería, había que pasar por un camino que cruzaba por en medio de una pequeña reserva donde crecían varias flores silvestres: unas naranja, diminutas, como conos delgados, que se dejaban caer desde varias esferas; otras amarillas y cándidas y sencillas, como vestidos de niñas corriendo en campos; otras magenta, tal vez, o rojas, diminutas, no recuerdo bien. Mirar esas flores por el minuto o dos que me tomó cruzar esa parte del camino fue... No sé bien cómo explicarlo: sentí un alivio alimentado por una especie de alegría que me entraba por los ojos. Y el resto de la tarde se me hizo menos pesado.
Existe también la belleza que se crea o que se encarna. La danza, por supuesto, cuando lo es. O también otras cosas, otras tradiciones que han sabido encontrarla en el movimiento del cuerpo. Mi maestro de tai-chi dice que las series de movimientos no son sólo una coreografía bonita, que al enfocarse sólo en eso se pierden los beneficios de la práctica. Nunca se lo he dicho, tal vez se lo diga algún día, pero creo que eso no es cierto: seguir el abanico o la espada o simplemente la mano con la mirada, moviéndose lentamente acariciando el aire o cortándolo por segundos, sentir el tiempo, y saber que el cuerpo que se mueve crea cierta belleza, es el beneficio más sutil, y, tal vez, el que más acaricia al alma: una callada alegría que comienza a habitar cada poro, y se irradia. Algunas veces, desaparecen las barreras entre el aire y el practicante; a veces, deja de ser tanto ego, aunque pueda parecer justo lo contrario.
Ese domingo, la belleza también era invisible, y generosa: se encontraba en el aire dulzon que rodeaba a las orquídeas, que se alzaban una tras otra, en hileras de blancos, rosas, magenta y amarillo. Ellas regalaban su belleza como una declaración franca de alegría, que afirmaban tajantemente apelando a la mirada, y ofreciendo sin preguntar el último argumento, que curaba al respirar.
1 comentario:
¿Realmente el arte será un placer de los sentidos? / ¿En qué medida uno descubre la belleza acto tras acto? / ¿cuántas cosas se nos van, cántas omitimos, cuántas disgregamos del apartado bello? / Tu texto, muy rico en imágenes (sobretodo aquella larga y rítmica del Tai Chi) me hizo redescubrirte de otra forma: más natural.
Quiero decir, en cada ejemplo hay cierto aire de lo espontáneo sobre lo establecido (ir a un invernadero, moverse, mirar el cielo, caminar un pasillo con flores, detenerse incluso y saborear el momento). Y ésa es la verdadera belleza, la que sin imponernos nada acude a nosotros, la que atestigua el paso del tiempo en nuestras arrugas o pensamientos, la que transforma profundamente y para siempre, la que culmina los ritos sagrados del amor, la vida y el gozo. Ésa es la belleza única y no fractal de nuestra vida, la que producen nuestros cuerpos al intervenir con otros (nuestro ojos al mirar una orquídea y cruzarse de repente, nuestras bocas al comer algo sabroso, y darnos luego un beso:; de té de menta, de agua de limón con chía, de cerveza, de enchiladas, de ajo, de poesía)
Para mí la belleza eres tú, y a partir de tí me contruyo otros objetos que te encarne de misteriosas formas.
Te amo Ursula Tania.
Paz.
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