"...to enclose the present moment; to make it stay; to fill it fuller and fuller, with the past, the present and the future, until it shone, whole, bright, deep with understanding."

Virgina Woolf, The Years


22.3.09

When did you come to America VIII - De lo inesperado

Japón

Fui a visitar a una amiga a su casa. Tenía la dirección correcta, llegué al número correcto, y toqué el timbre. No recordaba que la reja permitiera ver hacia adentro del jardín, pero uno no siempre puede confiar en su memoria.

Mi amiga estudió cerámica japonesa e inventó un barniz azul cuyo nombre ya se me olvidó, ha estudiado un poco de japonés, viajó a Japón hace algún tiempo, de donde me trajo un florero muy bonito, de un museo en Kyoto, y también sabe hacer arreglos florales japoneses. Y cuando sonríe, se le hacen chiquitos los ojos.

Me abrió la puerta un señor alto, vestido casi monocromáticamente con colores claros y sobrios; era de cabello corto, lacio, delgado, y de rasgos notoriamente orientales. Se me quedó viendo con sorpresa extrema por varios segundos, y yo también a él. Finalmente se acercó a la reja, mientras hablaba palabras que yo no entendía, al mismo tiempo que yo gritaba repetidamente Busco a Sheil, Sheila, ¿Aquí vive Sheila?

Nan des ka? Me dijo el señor cuando quedamos frente a frente, uno a cada lado de la reja. Yo quise contestarle algo en japonés, hubiera sido bonito, supongo, pero el poco japonés que alguna vez supe se evaporó ya de mi cerebrito, el cual por cierto también se congeló por la impresión y sólo pudo mandar el comando "Sheila, Sheila, " el cual repetí un par de veces con cierta desesperación. Aquí familia Hata-algo, me contestó. Ah, bueno, gracias. Resultó ser la calle de atrás, una especie de dimensión paralela al hogar materno de mi amiga, ambas nombradas en honor a uno u otro hermano Pinzón. Mi amiga sabía ya de la existencia de esa familia (a menudo reciben su correo y hasta uno que otro arreglito de flores), y le sorprendió que no hablaran español después de tanto tiempo de vivir en México.

La señora japonesa sí sabía español: abrió la puerta unos minutos después de que el señor ya se había metido a su casa, mientras yo hablaba con mi amiga y esperaba instrucciones sobre las coordenadas verdaderas. Me preguntó qué quería o a quién buscaba. No sé por qué, pero algo en su tono me hizo sentir un poco como una especie de terrorista suburbana, o algo así.


Fútbol

Cuando uno viaja fuera de México, se convierte en una especie de embajador del chile, de los charros, del tequila, de la fiesta, de la salsa y, en las más informadas ocasiones, también de las pirámides de Teotihuacán y de los aztecas. Sin embargo, nunca me imaginé que debía fungir también como representante del deporte más representativo del país, y estar, además, altamente versada en las artes y noticias del espectáculo del fútbol. Y, mucho menos, que tuviera que hacerlo entre un grupo de amigos de la India. Pues así fué, ellos hablaban-charlaban-gritaban con verdadera emoción y devoción del deporte en el país, conocían todos los nombres de los jugadores famosos y no famosos, el estado de sus contratos pasados, presentes y futuros, las rivalidades entre los distintos equipos, los puntajes de los más recientes partidos, y otras varias cosas más. ¡Ya me cayó el chahuiztle! pensé mientras permanecía callada, sonriendo, y esperando que no me preguntaran algo. Creo que fue mi amiga la que me preguntó si me parecía guapo no-sé-quién jugador en boga. ¡Chanfles! No, pues no me gusta el fútbol. Sé que existen el Cruz Azul y el América, y que le voy al Pumas porque alguna vez tomé clases en CU. ¡No te gusta! Repetido varias veces, por varias voces, en distintos tonos y decibeles. Pues no, y más bien, ¿cómo es que en India están tan enterados del fútbol mexicano?

16.3.09

Sobre la utilidad de la belleza

Fuimos a ver orquídeas a un invernadero. No nos interesaba comprar, sólo queríamos verlas.


Hace tiempo conocí a alguien que enfatizaba mucho la belleza. No sé si alguna vez me explicó cuál creía que era su importancia, o por qué la amaba tanto; es cierto que yo nunca lo pregunté, pero es que lo decía con tanta fé en ella, que el sólo hecho de pronunciar la palabra y mirar hacia el aire, sin ver nada, como lo hacía, no dejaba lugar a dudas: era la belleza, y era algo esencial para la vida, era casi la razón de existir.

He de confesar que a mí, a veces, ese favorecimiento imparcial me parecía un tanto cursi, o caduco. Pero también recuerdo algunas vivencias: por ejemplo, un día especialmente difícil, en que me metí a hacer un trabajo que no sabía hacer muy bien porque necesitaba la lana. La cosa iba fatal, pero por fin llegó la hora de la comida. Para llegar a la cafetería, había que pasar por un camino que cruzaba por en medio de una pequeña reserva donde crecían varias flores silvestres: unas naranja, diminutas, como conos delgados, que se dejaban caer desde varias esferas; otras amarillas y cándidas y sencillas, como vestidos de niñas corriendo en campos; otras magenta, tal vez, o rojas, diminutas, no recuerdo bien. Mirar esas flores por el minuto o dos que me tomó cruzar esa parte del camino fue... No sé bien cómo explicarlo: sentí un alivio alimentado por una especie de alegría que me entraba por los ojos. Y el resto de la tarde se me hizo menos pesado.



Existe también la belleza que se crea o que se encarna. La danza, por supuesto, cuando lo es. O también otras cosas, otras tradiciones que han sabido encontrarla en el movimiento del cuerpo. Mi maestro de tai-chi dice que las series de movimientos no son sólo una coreografía bonita, que al enfocarse sólo en eso se pierden los beneficios de la práctica. Nunca se lo he dicho, tal vez se lo diga algún día, pero creo que eso no es cierto: seguir el abanico o la espada o simplemente la mano con la mirada, moviéndose lentamente acariciando el aire o cortándolo por segundos, sentir el tiempo, y saber que el cuerpo que se mueve crea cierta belleza, es el beneficio más sutil, y, tal vez, el que más acaricia al alma: una callada alegría que comienza a habitar cada poro, y se irradia. Algunas veces, desaparecen las barreras entre el aire y el practicante; a veces, deja de ser tanto ego, aunque pueda parecer justo lo contrario.



Ese domingo, la belleza también era invisible, y generosa: se encontraba en el aire dulzon que rodeaba a las orquídeas, que se alzaban una tras otra, en hileras de blancos, rosas, magenta y amarillo. Ellas regalaban su belleza como una declaración franca de alegría, que afirmaban tajantemente apelando a la mirada, y ofreciendo sin preguntar el último argumento, que curaba al respirar.