Durante el día la luz es blanda. Dispersa. Se sostiene en el aire. Flota, tal vez, menos cuando se recarga sobre el brazo de un sillón, sobre la esquina baja de alguna puerta, sobre la orilla de una enredadera; o cuando la sostiene alguna sombra. Pero en la noche es casi concreta. Casi sólida. Como los brazos de una fogata, por ejemplo. O la lumbre de un cigarro. O una estrella.
Cada año, en Vancouver, se organiza un concurso internacional de fuegos artificiales. Este año concursaron China, Canadá y Estados Unidos. Los fuegos se lanzan desde una plataforma en el mar, en English Bay. Muchas personas, quizás cientos, empiezan a llegar desde la tarde para encontrar y apartar un buen lugar. Permanecen ahí varias horas, esperando a que obscurezca lo suficiente, como a eso de las diez o diez y media.
Demasiadas personas, que ocultan su impaciencia, o no. Que empiezan a pasar sobre las cobijas de otras personas, llenándolas de arena, porque ya no hay más arena sobre la cual caminar. Gente que oculta, o no, su impaciencia. Gente que necesita ir al baño, ir a comprar algo de comer, ir a encontrar a algún amigo, desentumirse las piernas. Gente que sacude una y otra vez la cobija, que no recibe ni un excuse me del siguiente extraño, de la siguiente fila de extraños, de la bolsa que le ha golpeado en la cabeza. Gente que oculta o no su impaciencia. Gente que sigue llegando. Gente que necesita pasar. Gente indecisa que se detiene, que mira alrededor, que evalúa las posibilidades, que no encuentra posibilidades, que es empujada, que se decide, que es interceptada por gente que oculta o no su impaciencia pero que se para e impide y defiende. Sobre un fondo de música estridente, que tampoco se detiene. Y ojalá hubiera sólo arena, pero también hay agua que se mezcla y forma incomprensiblemente una masa en los zapatos.
Y el cielo que todavía tiene luz.
Y el cielo que no obscurece.
Pero obscurece, finalmente. Justo a tiempo, tal vez. Se anuncia lo esperado con una voz de radio alla 97.7, alla estación de pop. Es la final, así es que se verá a todos los concursantes. La gente prepara sus cámaras. Mira al cielo. Espera. Y recibe. En sus pupilas. Luz. Que asciende y que cae. Que se eleva con velocidad, en diferentes direcciones, en líneas rectas o curvas, en distintos colores, en dorados, sobre todo, pero también en verdes o rojos o morados. Luz que asciende en formas inverosímiles, en espirales, en zig zag, imitando lenguas de fuego o ciertas dagas. Luz que desaparece por segundos, y después grita, y revienta, de puro júbilo, de puro gozo, de puro placer de ser luz. Y después centellea, acariciando el aire mientras desciende, dejando el aire vibrando con su felicidad.
Sobre la arena no reina el silencio, pero sí algo parecido. Una antigua fascinación por el fuego. Primigenia, tal vez, primordial. Compartida. Que instaura la posibilidad, tal vez incluso la existencia, de un lazo, fraternal. Que se extiende por todos lados, como redes, entre tanta proximidad.
Todavía no se apaga el último de los fuegos, apenas empieza a anunciarse al ganador, la gente no ha terminado de mostrar su acuerdo, de volver a aplaudir, y ya hay gente de pie, gente que bloquea la mirada de los últimos destellos, que sacude sus pantalones, que pone bolsas sobre sus hombros, zapatos en sus pies, que mira en dirección opuesta, hacia la escaleras que suben a la avenida, que quiere caminar, irse, como si huyera de algo, como si se hiciera tarde para algo. Gente que parece haber olvidado qué hacía ahí, qué hizo ahí, qué sucedió ahí, y quisera estar ya en otro lugar, aunque mañana no haya que ir a la oficina ni llevar a los niños a la escuela.
Es mejor levantarse también, y rápido: la cercanía entre los cuerpos se agudiza. La impaciencia ya no se oculta. Los pasos son diminutos, pero incesantes. El equilibrio se mantiene con dificultad. Se llega a las escaleras y casi se comprende por qué hay gente que pierde la vida debajo de los pies de otra gente que no hace sino caminar, tratar de caminar más rápido, de correr.
Ya en la calle, los ríos de gente, que se obstinan en su faena. Sería mejor detenerse. Esperar. Hacer la sobremesa. Reposar tanto misterio - que, además, permanece.
Humildemente, a los compositores sordos.
Fotografía: eyesplash Mikul
Échenle un vistazo a: Celebration of Light 2008