Las ventana de mi cuarto da al sur; la de la sala, al norte; hacia el este y hacia al oeste hay más casas. Cuando camino, por la tarde, generalmente lo hago hacia el oriente. Y cuando lo hago por la mañana, camino hacia el poniente. El sol siempre me queda atrás. Lo extraño, como a los amigos que hace tanto que no veo.
Hace unos días caminaba de regreso a casa, hacia el semáforo, para cruzar la habitual avenida. Y lo ví. Me golpeó en los ojos, as though he had spotted me among the crowd, even though I was the only one there. Como si alzara los brazos y los agitara en el aire con las palmas abiertas, gritando mi nombre, aprovechando la superficie que le brindó la sucesión de ventanas amplias mientras el camión pasaba frente a mí. Y me miró de frente. Como una estrella vespertina de dimensiones desmedidas. Con los colores cítricos de los cítricos amarillos, estridente, redondo y con orillas puntiagudas que herían el espacio, el aire, mis ojos, sin herirlos. Flotando ahí, frente a mí, otorgándose generoso, esperándome sin impaciencia, recordándome su presencia. Yo le sonreí, reafirmando nuestra amistad con la mirada, haciéndole saber que no lo he olvidado, que lo quiero, que lo extraño, que lo pienso; dejándole saber que su llamado me llenaba de alegría.
Bastaría, lo sé, mirar un poco hacia atrás de vez en cuando.