Después de pagar el súper, caminé al lado de las cajas (alineadas, tan bien educadas ellas como siempre, a la izquierda) hacia la salida. Había tres policías y otro individuo rodeándo un cajero (del cual había intentado sacar dinero inútilmente antes de entrar a hacer mis compras). Deben de estar rellenándolo, pensé.
Se veían cómicos. Tres hombres con sendas armas, tratando de cubrir los 50 o 70 o menos centímetros de ancho que mide el cajero: uno volteaba a la izquierda, otro a la derecha, y otro hacia el frente. Pensé si a alguien ahí en ese momento se le ocurriría desafiarlos y volarse una lana. Cuando pasé frente a ellos, el poli de enmedio y el otro señorcito que se encargaba, presuntamente, de los meros dineros, estaban en cuclillas sobre el piso, organizando unos 15 o 20 o más centímetros de billetes en un (presuntamente) dispositivo dispensador. Habían dejado unos billetes sobre el piso, el de hasta arriba era de quinientos; me pregunté si harían robos hormiga, y cómo se controlarían (o se podrían controlar) ese tipo de cosas.
Decidí caminar las tres cuadras de regreso a casa. A mitad de la segunda, vi a un chavo sentado en frente de un negocio que ya estaba cerrado y tenía la malla bajada. Juntaba montoncitos de monedas, apenas unas cuantas, sobre el pavimento sucio de la banqueta; entre las piernas tenía una bolsa de paletas de caramelo, abierta hasta arriba, como las llevan las personas que ofrecen paletas cuando uno está cómodamente tomando el café o comiendo en alguna terraza.
Se veían cómicos. Tres hombres con sendas armas, tratando de cubrir los 50 o 70 o menos centímetros de ancho que mide el cajero: uno volteaba a la izquierda, otro a la derecha, y otro hacia el frente. Pensé si a alguien ahí en ese momento se le ocurriría desafiarlos y volarse una lana. Cuando pasé frente a ellos, el poli de enmedio y el otro señorcito que se encargaba, presuntamente, de los meros dineros, estaban en cuclillas sobre el piso, organizando unos 15 o 20 o más centímetros de billetes en un (presuntamente) dispositivo dispensador. Habían dejado unos billetes sobre el piso, el de hasta arriba era de quinientos; me pregunté si harían robos hormiga, y cómo se controlarían (o se podrían controlar) ese tipo de cosas.
Decidí caminar las tres cuadras de regreso a casa. A mitad de la segunda, vi a un chavo sentado en frente de un negocio que ya estaba cerrado y tenía la malla bajada. Juntaba montoncitos de monedas, apenas unas cuantas, sobre el pavimento sucio de la banqueta; entre las piernas tenía una bolsa de paletas de caramelo, abierta hasta arriba, como las llevan las personas que ofrecen paletas cuando uno está cómodamente tomando el café o comiendo en alguna terraza.