Me rehúso a terminar de leerlo. Me rehúso a que se convierta en un recuerdo (empolvado o no), me rehúso a que se convierta en un libro definitivamente cerrado, me rehúso a regresarlo al estante y a dejar de llevarlo conmigo a todos lados. A los buenos amigos no se les abandona de esa manera.
City. Lo empecé a leer en la húmeda y calurosa soledad de un verano de Vancouver, tal vez, o en la de un caluroso otoño (un bello "indian summer"). Esperé más de un mes para que la librería lo trajera - pensé, incluso, que habían olvidado o cancelado mi pedido y ya estaba resignada cuando recibí la llamada, una tarde sin importancia mientras revisaba el correo. Tuve que esperar unos días más para ir a recogerlo, y por fin lo tuve junto a mí.
He de confesar que no fue una relación fácil, sobre todo al principio: conflictos de entendimiento y comprensión mutua, como en todas las relaciones: un suyo apasionado interés en el fútbol, y una mía aberración a él, acompañada de una ignorancia tal de la terminología que ni siquiera me dí cuenta de que estaba hablando de eso hasta después de varios párrafos; historias sobre el viejo oeste, otro de los temas de los que puedo perfectamente prescindir en mi vida, y, para acabarla de amolar, el box, tan parte de todo su mundo que varias veces cerré el libro y lo dejé por varios días, semanas, creo que incluso meses.
En este caso, el orgullo fue justamente lo que salvó la relación, junto con la curiosidad. Comencé a comprender el rompecabezas, los términos técnicos se volvieron familiares, las voces entrelíneas comencé a escucharlas, y, por fin, se produjo el enamoramiento: escuché la poesía disfrazada de prosa que tanto anhelaba. Comencé a subrayar mis frases favoritas con lápiz, algunas varias veces, como demostrando mayor acuerdo con lo dicho, y tal vez incluso haya circulado con gran entusiasmo una que otra.
Nuestro primer viaje juntos tuvo algo de romanticismo kitsch: no fue propiamente París, pero sí una especie de sucursal, la cosmopolita y vibrante Montreal. Estuvo conmigo mientras desayunaba tardíamente un café y algún panecillo, mientras me perdía (literalmente) por las calles, y mientras regresaba al lugar a donde me hospedaba en la fría y temprana oscuridad del país. Después estuvo el regreso a México, la visita a Cancún, y la tan esperada visita al hogar de mi confesado y verdadero amor, con quien lo engañé sin reparos - comunque, la nuestra nunca fue una relación declaradamente... abiertamente... definida, digamos.
Y estuvo ahí, siempre, en la ciudad. La ciudad mía tan querida y tan ansiada, mi ciudad y la suya juntas, y después la nueva partida, el nuevo hogar, a donde me acompañó también tantas otras veces durante tantos meses. Y el ahí, aquí, conmigo, contándome bellamente lo que yo sentía, dándome unas explicaciones maravillosamente lúcidas, consolándome otras veces, mostrándome varios nuevos paisajes, y hablándome del tiempo.
¿Cómo podría dejarlo atrás? ¿Cómo podría convertirlo en un recuerdo, en algo muerto que se revive a medias con la memoria? No puedo. Ni quiero. Me rehúso.
Y él me sigue esperando, sobre el escritorio, en la mesa de noche, o en la bolsa. Y yo lo miro, y sé que él me mira también, aunque no diga nada... Me pregunto qué pensará él.