"...to enclose the present moment; to make it stay; to fill it fuller and fuller, with the past, the present and the future, until it shone, whole, bright, deep with understanding."

Virgina Woolf, The Years


10.8.07

Los campanarios de la catedral


Hace algunas semanas, casi meses ya, un amigo que tiene nombre de arcángel me llevó a ver los campanarios de la catedral. Un domingo, compramos los boletos cerca de las 11 para poder escuchar el toque del mediodía desde el techo, justo sobre la nave principal de la iglesia: a cada lado estaban cada uno de los campanarios, y la gente debajo de cada una de las campanas, lista para tirar de las cuerdas que mueven los badajos - varios hombres, un niño, algunas mujeres -. Uno de ellos debió de comenzar y los otros lo siguieron, y todo el aire se llenó del sonido.

La piedra sobre la que estaba sentada comenzó a vibrar, el agua dentro de la botella que llevaba también, y mis manos, mis brazos, mis piernas y todo el aire alrededor. No pensé en cómo las vibraciones de los sonidos afectan a las cosas, en cómo ejercen su vibración sobre ellas y cambian la composición de su alma, aunque sea temporalmente (o tal vez sólo subrayen un estado que ya subyace en ellas, liberan algo contenido o dormido), pero sentí que escuchaba al corazón de la ciudad: que el sonido caótico de las campanadas, unas sobre otras, unas contestándose a otras, todas al mismo tiempo e interminablemente, sin cesar, sin detenerse, obedeciendo a un orden secreto, que seguramente estaba ahí pero que sólo podía percibirse como un desorden, era lo que mantenía viva a la ciudad, era el espejo y el origen de su ritmo, el lugar de donde fluye el impulso de vida que dicta a la ciudad, al país, a la historia entera de México, que no se detenga jamás, que siga, que siga, de cualquier forma, bajo cualquier circunstancia, riendo o llorando, con ánimo o sin él, con fuerza o sin ella: no son sólo los ángeles hablando, no es sólo el diálogo de la virgen con algún santo, sino el sonido cuya vibración sostiene y perpetúa el terror y la belleza de la vida de México, su azar y coincidencia.

El sonido cesó, abrí los ojos y mi amigo me ayudó a subir por el techo curvo para continuar el recorrido; escuchamos las historias de campanas mal portadas y de los siglos en las que fueron construidas, y ví una escalera de caracol, hecha de madera, muy muy vieja, que subía hasta la parte más alta de uno de los campanarios; quise subir, pero ni siquiera intenté preguntar si se podía - supongo que sólo los profesionales pueden usarlas.

Antes de bajar las últimas escaleras, cuando ya toda la gente se había ido y sólo quedaban las personas que tocan las campanas, mi amigo preguntó al guía cómo es que uno se convierte a tal profesión. El guía dijo que no hay más que quererlo, que todas las personas que tocan son voluntarias; mencionó algún número que no recuerdo pero creo que rondaba el ciento de personas que regalan su tiempo para tocar las campanas, y dijo también que algunos llevan haciéndolo muchos años.

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